lunes, 6 de agosto de 2012

HEROES ANONIMOS

                     “No se plantan semillas de comida. Se plantan
                     semillas de bondades.
                     Traten de hacer un círculo de bondades, éstas
                     las rodearán y las harán crecer más y más”.

                                                   Irena Sendler.


Mientras la figura de Oscar Schindler (imagen izquierda) era aclamada por medio mundo gracias a Steven Spielberg que se inspiró en él para hacer la película que conseguiría siete Oscar en 1993 narrando la vida de este industrial alemán que evitó la muerte de 1.000 judíos en los campos de concentración, Irena Sendler seguía siendo una heroína desconocida fuera de Polonia y apenas reconocida en su país por algunos historiadores, ya que los años de oscurantismo comunista habían borrado su hazaña de los libros de historia oficiales. Además ella nunca contó a nadie nada de su vida durante aquellos años.
Sin embargo, en 1999 su historia empezó a conocerse y fue, curiosamente gracias a un grupo de alumnos de un instituto de Kansas y a su trabajo de final de curso sobre los héroes del Holocausto. En su investigación dieron con muy pocas referencias sobre Irena, sólo había un dato sorprendente: había salvado la vida de 2.500 niños Cómo es posible que apenas hubiese información sobre una persona así? Pero la gran sorpresa llegó cuando tras buscar el lugar de la tumba de Irena, descubrieron que no existía porque ella aún vivía, y de hecho todavía vive. Hoy es una anciana de 97 años que reside en un asilo del centro de Varsovia en una habitación donde nunca faltan ramos de flores y tarjetas de agradecimiento procedentes del mundo entero.
Cuando Alemania invadió el país en 1939, Irena era enfermera en el Departamento de Bienestar Social de Varsovia el cual manejaba los comedores comunitarios de la ciudad.
En 1942 los nazis crearon un ghetto en Varsovia e Irena horrorizada por las condiciones en que se vivía allí se unió al Consejo para la Ayuda de Judíos. Consiguió identificaciones de la oficina sanitaria, una de cuyas tareas era la lucha contra las enfermedades contagiosas. Como los alemanes invasores tenían miedo de que se desatara una epidemia de tifus, toleraban que los polacos controlaran el recinto.
Pronto se puso en contacto con familias a las que les ofreció llevar a sus hijos fuera del Gueto. Pero no les podía dar garantías de éxito. Era un momento horroroso, debía convencer a los padres de que le entregaran sus hijos y ellos le preguntaban: "¿Puedes prometerme que mi niño vivirá?"…… ¿Qué se podía prometer cuándo ni siquiera se sabía si lograrían salir del gueto?
Las madres y las abuelas no querían desprenderse de sus hijos y nietos. Irena las entendía perfectamente, en aquel entonces, ella era madre, y de todo el proceso que ella llevaba a cabo con los niños, el más duro era el momento de la separación. Algunas veces, cuando Irena o sus chicas volvían a visitar a las familias para intentar hacerlas cambiar de opinión, se encontraban con que todos habían sido llevados al tren que los conduciría a los campos de la muerte. Cada vez que le ocurría algo así, luchaba con más fuerza por salvar a más niños.
Comenzó a sacarlos en ambulancias como víctimas de tifus, pero pronto se valió de todo lo que estaba a su alcance para esconderlos y sacarlos de allí: cestos de basura, cajas de herramientas, cargamentos de mercaderías, sacos de patatas, ataúdes... en sus manos cualquier elemento se transformaba en una vía de escape. Logró reclutar al menos una persona de cada uno de los diez centros del Departamento de Bienestar Social.
Con su ayuda, elaboró cientos de documentos falsos con firmas falsificadas dándole identidades temporarias a los niños judíos. Irena vivía los tiempos de la guerra pensando en los tiempos de la paz. Por eso no le alcanzaba con mantener con vida a esos niños. Quería que un día pudieran recuperar sus verdaderos nombres, su identidad, sus historias personales, sus familias.
Entonces ideó un archivo en el que registraba los nombres de los niños y sus nuevas identidades. Apuntaba los datos en pedazos pequeños de papel y los enterraba dontro de botes de conserva bajo un manzano en el jardín de su vecino. Allí aguardó sin que nadie lo sospechase el pasado de 2.500 niños… hasta que los nazis se marcharon.
Pero un día, los nazis supieron de sus actividades. El 20 de octubre de 1943, Irena Sendler fue detenida por la Gestapo y llevada a la prisión de Pawiak donde fue brutalmente torturada. En un colchón de paja de su celda, encontró una estampa ajada de Jesucristo. La conservó como el resultado de un azar milagroso en aquellos duros momentos de su vida, hasta el año 1979, en que se deshizo de ella y se la obsequió a Juan Pablo II.
Irena era la única que sabía los nombres y las direcciones de las familias que albergaban a los niños judíos; soportó la tortura y se rehusó a traicionar a sus colaboradores o a cualquiera de los niños ocultos. Le rompieron los pies y las piernas además de innumerables torturas. Pero nadie pudo romper su voluntad. Así que fue sentenciada a muerte. Una sentencia que nunca se cumplió porque camino del lugar de la ejecución, el soldado que la llevaba la dejó escapar. La resistencia le había sobornado porque no querían que Irena muriese con el secreto de la ubicación de los niños. Oficialmente figuraba en las listas de los ejecutados, así que a partir de entonces, Irena continuó trabajando pero con una identidad falsa.
Su padre un médico, que falleció de tifus cuando ella era todavía pequeña, le inculcó lo siguiente:
“Ayuda siempre al que se está ahogando, sin tomar en cuenta su religión o nacionalidad.
Ayudar cada día a alguien tiene que ser una necesidad que salga del corazón”
Al finalizar la guerra, ella misma desenterró los frascos y utilizó las notas para encontrar a los 2.500 niños que colocó con familias adoptivas. Los reunió con sus parientes diseminados por todo Europa, pero la mayoría había perdido a sus familiares en los campos de concentración nazis. Los niños sólo la conocían por su nombre clave: Jolanta. Pero años más tarde cuando su historia salió en un periódico acompañada de fotos suyas de la época, varias personas empezaron a llamarla para decirla: “Recuerdo tu cara….soy uno de esos niños, te debo mi vida, mi futuro y quisiera verte….”
Irena Sendler lleva años encadenada a una silla de ruedas, debido a las lesiones que arrastra tras las torturas sufridas por la Gestapo. No se considera una heroína. Nunca se adjudicó crédito alguno por sus acciones. "Podría haber hecho más," dice siempre que se la pregunta sobre el tema. "Este lamento me seguirá hasta el día que muera."
Los niños sólo la conocían por su nombre clave Jolanta. Pero años más tarde cuando su foto salió en un periódico luego de ser premiada por sus acciones humanitarias durante la guerra "Un hombre, un pintor, me telefoneó," dijo Sendler, "`Recuerdo su rostro', dijo, 'Eres tú quién me sacó del gueto.' Tuve muchos llamados como ése".
Irena Sendler no se considera una heroína. Nunca se adjudicó crédito alguno por sus acciones. "Podría haber hecho más," dijo. "Este lamento me seguirá hasta el día que muera."
En 1965 la organización Yad Vashem en Jerusalén le otorgó el título de Justa entre las Naciones y se la nombró ciudadana honoraria de Israel.
Luego de la guerra trabajó para bienestar social; ayudó a crear casas para ancianos, orfanatos y un servicio de emergencia para niños.
La heroína polaca Irena Sendler, quien arriesgó su vida en la Varsovia ocupada de los nazis para salvar de la muerte a 2.500 niños judíos, falleció el 13 de mayo de 2008 a los 98 años, informó la familia.
Otro de estos heroes anonimos es Hamilton Naki, que murió el 29 de mayo a los 78 años, empezó de jardinero en la Universidad de Ciudad del Cabo. Luego limpió las jaulas del Departamento Médico y, más adelante, trabajó como anestesista de animales. Lo más importante es que su destreza hizo posible el primer trasplante de corazón humano.

La muerte de Hamilton Naki, condenado durante casi cuatro décadas al anonimato por su condición de negro, nos recuerda uno de los episodios más vergonzosos de la medicina moderna.
En la Sudáfrica racista del apartheid, donde se establecían diferencias en el sistema jurídico en función del color de la piel, fue Christian Barnard -sudafricano blanco- quien en 1967 recibió todos los honores por llevar a cabo el primer trasplante de un corazón humano. Pero fue también Naki, el humilde autostopista, quien aquella noche hizo posible lo que durante siglos había supuesto un reto imposible para la medicina.

Hamilton Naki, un sudafricano negro de 78 años, murió a finales de mayo.
La noticia no figuró en los diarios, pero la historia de él es una de las más extraordinarias del siglo XX.
El cine lo bautizo como “El cirujano clandestino “
Naki era un gran cirujano. Fue él quien retiró del cuerpo de la dadora el corazón para ser transplantado en el pecho de Louis Washkanky en 1967, en la ciudad del Cabo, en África del Sur, en la primera operación de transplante cardíaco humano con buen resultado.
Es un trabajo delicadísimo. El corazón donado tiene que ser retirado y preservado con el máximo cuidado.
Naki era tal vez el segundo hombre más importante del equipo que hizo el primer transplante cardíaco de la historia.
Pero no podía aparecer porque era negro en el país del apartheid.
El cirujano-jefe del grupo, el blanco Christian Barnad, se transformó en una celebridad instantánea. Pero Hamilton Naki no podía salir en las fotografías del equipo.
Cuando apareció en una, por descuido, el hospital informó que era un empleado del servicio de limpieza.
Naki usaba chaleco y máscara, pero jamás estudió medicina o cirugía.
Había abandonado la escuela a los 14 años. Era jardinero en la Escuela de Medicina de la Ciudad del Cabo.
Pero aprendía de prisa y era curioso.
Cambió e hizo toda la clínica quirúrgica de la escuela, donde los médicos blancos practicaban las técnicas de transplantes en perros y cerdos Comenzó limpiando los chiqueros.
Aprendió cirugía presenciando experiencias con animales.
Se transformó en un cirujano excepcional, a tal punto que Barnard lo requirió para su equipo.
Era un quiebre para las leyes sudafricanas. Naki, negro, no podía operar pacientes ni tocar sangre de blancos. Pero el hospital hizo una excepción para él. Se transformó en un cirujano... pero clandestino Era el mejor.
Daba clases a los estudiantes blancos, pero ganaba salario de técnico de laboratorio, el máximo que el hospital podía pagar a un negro Hamilton Naki enseñó cirugía 40 años y se retiró con una pensión de jardinero, de 275 dólares por mes.
Pero eso no le importó. El siguió estudiando y dando lo mejor de sí, pese a su discriminación
Después que el apartheid acabó, ganó una condecoración y un diploma de médico honoris causa.
Nunca reclamó por las injusticias que sufrió en su vida entera.
Pese a su clandestinidad y discriminación Jamás dejó de dar lo mejor de sí... Su pasión por ayudar a vivir....




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