martes, 21 de agosto de 2012

PARA QUE TANTO...

              "Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír
              nuestra voz en el silencio de la eternidad, que
              olvidamos lo único realmente importante: vivir."
 
                                         Robert Louis Stevenson.
 

Yehuda Halevi habiendo encontrado, en su búsqueda afanosa, La Fuente de la Eterna Juventud, la imaginó lejos. Le dijeron que se encontraba en el valle del Ambros, en la lejana lberia. Se puso, pues, en camino con su compañeros, montando un enorme toro embridado con una gruesa serpiente. Llegaron a Hervas y fueron conducidos al monte Pinajarro hasta la entrada de una cueva. Provistos de antorchas emprendieron la exploración.

Los amigos de Yehuda Halevi se sintieron atraídos por el fulgor de las paredes. Al darse cuenta de que eran piedras preciosas se detuvieron para cogerlas y se llenaron las talegas y así se perdieron. Su única salvación era guiarse por la luz que provenía del exterior de la cueva. Se dan la vuelta, retroceden, salen y comprueban que no han encontrado La Fuente. Yehuda Halevi, en cambio, continuó avanzando solo y acabó saliendo de la gruta por el lado bueno.

En medio de una pradera había una fuente que vertía agua en una alberca. El ruido del agua al caer era encantador y ésta era de una maravillosa transparencia. Yehuda Halevi encontró un cántaro en la orilla del estanque y lo llenó de agua hasta los bordes. En el momento en que iba a llevárselo a la boca, apareció un anciano y le agarró el brazo, diciéndole:

- ¡No bebas, Yehuda, no bebas!

- ¿Por qué? ¿No es esta el agua de nunca morir?

- En verdad vuelve a uno inmortal, pero no debes beberla.

- Pero, ¿por qué?

- Yo la bebí, poeta, hace siglos. Y no he muerto, aun.

- ¿Y bien?

- Entonces, es verdad que quien la bebe tiene la vida eterna.

- Sí, es cierto. Pero yo querría no haberla bebido.

-Y eso,¿ por qué?

- Porque he visto morir a tantos de los que iba queriendo y me querían : padres, hermanos, mujeres, hijos; me pesan mucho sus muertes, las llevo conmigo siempre. ¿Para qué quiero, pues, tanta eternidad si ya nadie me reconoce?

Yehuda Halevi comprendió la tristeza del anciano y tiró el agua del cántaro, pero allí donde cayo el chorro había una minúscula semilla, de ella nació un hermoso árbol, longevo y poderoso, una encina, que, aun hoy, siglos mas tarde, permanece en pie cobijando bajo su copa a los nietos y bisnietos de Yehuda Halevi, que a su sombra escuchan una y otra vez esta historia de labios del anciano rabí.

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Dios los bendiga