miércoles, 30 de enero de 2013

SEÑAL DE TRIUNFO

              “Si todos nosotros hiciéramos las cosas que somos
               capaces de hacer, nos asombrarí­amos a nosotros
               mismos.”
 
                                               Thomas Edison.
 
 
Meditaba sobre la dualidad que implica levantar las manos:
 
1. Levantas las manos en un gesto de pedir ayuda; en un gesto de pedir auxilio en caso de un rescate.
 
2. Levantas las manos con muchisima euforia luego de un triunfo, sea el que sea; llamese deportivo, profesional o una conquista o logro de cualquier tipo.
 
Pero jamas veremos este gesto en una derrota.
 
Y es el segundo punto el que me interesa tocar, la señal de triunfo.
 
El libro de Éxodo en el capitulo 17 a partir del versículo 8, nos muestra lo siguiente:
 
 
8 Entonces vino Amalec y peleó contra Israel en Refidim.
9 Y dijo Moisés a Josué: Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec; mañana yo estaré sobre la cumbre del collado, y la vara de Dios en mi mano.
10 E hizo Josué como le dijo Moisés, peleando contra Amalec; y Moisés y Aarón y Hur subieron a la cumbre del collado.
11 Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec.
12 Y las manos de Moisés se cansaban; por lo que tomaron una piedra, y la pusieron debajo de él, y se sentó sobre ella; y Aarón y Hur sostenían sus manos, el uno de un lado y el otro de otro; así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol.
13 Y Josué deshizo a Amalec y a su pueblo a filo de espada.
 
Lo importante es nunca bajar los brazos, porque en el momento que lo hagas, seguramente dejaras de luchar por alcanzar el triunfo. Ademas en la cima del éxito nunca te olvides de quienes te ayudaron a subir la montaña y sostener en alto tus brazos.
 



Aveces los triunfadores no son aquellos a los que todo el mundo aplaude y reconoce. No son los que construyeron grandes obras, dejaron constancia de su liderazgo o viajaron en primera clase.
A veces los triunfadores no son los administradores geniales, ni los visionarios del futuro o los grandes emprendedores. Por ello, tal vez no los reconoceríamos en medio de tanto pensador, filósofo o tecnólogo, que supuestamente conducen a este mundo por la senda del progreso.
A veces el triunfador no es el negociador internacional, o el hacedor de empresas de clase mundial o el deslumbrante estadista que asiste a reuniones cumbre. No es el que se afana por exportar mucho, sino el que todavía se importa a sí mismo.
Porque el triunfador puede ser también el que calladamente lucha por la justicia, aunque no sea un gran orador o un brillante diplomático. El triunfador puede ser igualmente el que venció la ambición desmedida y no fue seducido por la vanidad o el poder. Es triunfador el que no obstante que no viajó mucho al extranjero, con frecuencia hizo travesías hacia el interior de sí mismo para dimensionar las posibilidades de su corazón. Es el que quizás nunca alzó soberbio su mano en el podium de los vencedores, pero triunfó calladamente en su familia y con sus amigos y los cercanos a su alma. Es, quizá, el que nunca apareció en las páginas de los periódicos, pero sí en el diario de Dios; el que no recibió reconocimientos, pero siempre obtuvo el de los suyos; el que nunca escribió libros, pero sí cartas de amor a sus hijos y el que pensó en redimir a su país a través de la asfixiante aventura de su trabajo común y rutinario y aquel que prefirió la sombra, porque, finalmente, es tan importante como la luz.
A veces el triunfador no es el que tiene una esplendorosa oficina, ni una secretaria ejecutiva, ni posee tres maestrías; no hace planeación estratégica ni elabora reportes o evalúa proyectos, pero su vida tiene un sentido, hace planes con su familia, tiene tiempo para sus hijos y encuentra fascinante disfrutar de la hermosa danza de la vida.
A veces el triunfador no es el pasa a la historia, sino el que hace posible la historia; el que encuentra gratificante convencer y no sólo vencer y el que de una manera apacible y decidida lucha por hacer de este mundo un mejor lugar para vivir. El que sabe que aunque sólo vivirá una vez, si lo hace con maestría, con una vez le bastará. [Nota del Editor: Vivimos más que una vez. Cada vida es solo una reencarnación que pasa, pero cada una se debería vivir a lo máximo para el bien como si fuera la única.]
A veces el triunfador no tiene que ser el que construyó grandes andamiajes y estructuras administrativas, pero supo cómo construir un hogar; no es el que tiene un celular, pero platica con sus hijos, no tiene email, pero conoce y saluda a sus vecinos, no ha ido al espacio exterior, pero es capaz de ir hacia su espacio interior y sin haber realizado grandes obras arquitectónicas, supo construirse a sí mismo y fue, como dice el poeta, el cómplice de su propio destino.
A veces el triunfador suele ser Teresa de Calcuta, o Francisco de Asís o Nelson Mandela, o tal vez la enfermera callada, el obrero sencillo y el campesino olvidado, porque como personas triunfaron sobre la apatía o el desencanto y con su esfuerzo cotidiano establecieron la diferencia.
A veces el triunfador puede ser el carpintero pobre de un lugar ignorado, o una mujer sencilla de pueblo o un niño humilde que nació en un pesebre, porque no había para él lugar en la posada...

Esta hermosa cancion de ese gran salmista, Samuel Hernandez; dice lo siguiente:

"Levanto mis manos aunque no tenga fuerzas. Levanto mis manos aunque tenga mil problemas. Cuando levanto mis manos comienzo a sentir una unción que me hace cantar. Cuando levanto mis manos comienzo a sentir el fuego. Cuando levanto mis manos mis cargas se van, nuevas fuerzas Tú me das. Todo eso es posible, todo eso es posible, cuando levanto mis manos."
 
 
Les comparto el siguiente video para que lo disfruten de la misma forma que yo lo hago.



 

domingo, 20 de enero de 2013

AMOR PROPIO

                 "Al final de nuestros días, cuando lleguemos a ser
                  viejos, lo único que nos quedará serán nuestros
                  recuerdos... Y triste es no tener recuerdos de un
                  momento de amor verdadero."
                                                           
                                                                  Lily Caro.


Un aficionado a la opera comento que el famoso tenor Beniamino Gigli era el segundo Enrique Caruso. Se dice que Gigli respondio: "No soy el segundo Caruso: Soy el primer Gigli". Definitivamente esta es una gran muestra de lo que debe ser amor propio, primeramente, segun su biografia Gigli En 2009 fue elegido como el mejor tenor del siglo XX, por un jurado integrado por críticos y especialistas españoles e italianos. Es considerado uno de los mejores tenores de la primera mitad del siglo XX, y junto a Enrico Caruso y Jussi Björling era el tenor predilecto para los papeles de tenor lírico en la Metropolitan Opera de Nueva York antes de la Segunda Guerra Mundial. Por esto y mucho mas es razonable la respuesta de Gigli.
La persona al nacer, trae consigo rasgos biológicos que nos hacen diferentes el uno del otro, como por ejemplo el color de piel, de ojos, de pelo, etc. Pero existe una parte en nuestro interior que no es visible, que también nos hace diferentes del resto, la identidad propia, nuestra naturaleza interior, que nos entrega una forma propia de ver y actuar en el desarrollo de nuestras vidas.
Como seres humanos somos iguales, pero con muchas diferencias que nos hacen tener una esencia propia de cada uno. Al momento de nacer, no elegimos los rasgos biológicos con los que tal vez quisiéramos nacer, tampoco elegimos el lugar geográfico, tampoco nuestros padres, en fin, todos estos factores afectan el desarrollo de la identidad propia, ya que, nos vamos a desenvolver con distintas personas, distinto lenguaje, distintas creencias, distintos climas, etc.
Con frecuencia decimos que una persona es única; no hay nadie en el mundo como esta o la otra. Nunca habrá otra persona como esa persona debido a sus talentos, personalidad, creatividad, etc. Decimos cuando Dios nos hizo, él tiró el molde.
Pero Jesucristo es únicamente diferente de cualquier otra persona que alguna vez haya vivido.
Nadie más puede conocer a Dios como Dios mismo. "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios " (Juan 1:1-2).
Cuando Jesús habló, Dios habló (Heb. 1:1-3).
Una enseñanza primaria en el primer siglo de las confesiones de los Cristianos incluyó a Jesús el Hijo de Dios, el unigénito del Padre, la segunda persona de la Trinidad. Jesús es por toda la eternidad el Hijo de Dios (Juan 1:1-4, 14, 18; 3:17; 11:27; 1 Jn. 3:8; 4:9-14).
 
En los libros sapiensales de la Biblia con frecuencia el llamado al pueblo de Dios es a ser humildes, no altivos ni orgullosos. Si lo pensamos por un momento, la altanería y el orgullo son ambas formas de un amor propio que nos pone a nosotros mismos en el lugar que sólo le corresponde a Dios. Expresado de otra manera: “Me amo tanto, que no puedo dejar que nada ni nadie me subyugue o esté por encima de mi”. Este es un amor torcido, sucio, corrupto, fuera de límites.

Una de las funciones del amor al prójimo es poner en su debido lugar el amor propio (no al revés). Si amamos a los demás como a nosotros mismos, no hay forma de que nos amemos más de lo que los amamos a ellos.

Un ejemplo es necesario. La sociedad se rige por normas que definen derechos y obligaciones; éstos existen a causa de nuestro pecado, para poner límites a nuestra naturaleza pecaminosa. La relación entre derechos y obligaciones es tal que si una persona tiene un derecho, es obligación del resto de la sociedad respetar dicho derecho. En este caso, podríamos considerar los derechos de cada persona como parte de su amor propio, y las obligaciones de cada persona como parte del amor al prójimo. Si una persona se ama mucho, exigirá de todos el respeto de sus derechos, pero al hacerlo no le quedará tiempo ni energía suficiente como para respetar los derechos de los demás; si todos hiciéramos esto, está garantizado que no se respetarían los derechos de nadie. (¿Les resulta familiar esta situación?) Por otro lado, si todos respetamos los derechos de los demás en lugar de concentrarnos en nuestros propios derechos, el cumplimiento de los derechos de todos está garantizado. De modo que mis derechos están limitados por los derechos de mis prójimos. Y al respetar los derechos de mis prójimos me estoy amando a mi mismo.

De modo similar, mi amor propio está limitado por mi amor al prójimo. Pero una cosa es lo que yo llamo amor propio: el reconocimiento del valor de mi vida por el simple hecho de ser creación de Dios a su imagen y semejanza; y otra cosa es lo que llamo ego: el deseo de tomar el lugar de Dios y pretender que todo gire a mi rededor para mi comodidad y capricho. El ego es el amor propio distorsionado y corrompido por el pecado. Este amor propio tiene dos consecuencias directas sobre mi relación con mis prójimos y con Dios. No puedo negar el amor a mis prójimos por el simple hecho de que los mismos motivos que tengo para amarme también aplican a ellos del mismo modo y en el mismo grado (todos somos creación de Dios y, en comparación con Dios, todos somos igual de insignificates). Pero no puedo amarme a mí mismo ni a mis prójimos si no amo a Dios y no reconozco que su creación es buena y digna de ser apreciada. Por lo tanto, el centro de todo sigue siendo el primer mandamiento: Primero debo amar a Dios.

De hecho en las referencias proporcionadas se da por sentado que TODO ser humano se ama a sí mismo. En Mateo 22:39, el Señor está afirmando implícitamente que puesto que todos nos amamos tanto a nosotros mismos, la mejor manera de cumplir con la Ley, será amar a los demás como lo hacemos con nuestras propias personas.

De esto deduzco que el amor propio, amarme a mí mismo, no es algo que desagrade a Dios por sí mismo; Dios espera que nos amemos… del modo correcto y en el lugar que nos corresponde. Pero siendo criaturas pecadoras, el único modo de lograr esto, es desafanándonos de nosotros mismos y poniendo toda nuestra voluntad y energía en amar a Dios, y consecuentemente, amar a nuestros prójimos por ser creación de Dios a su imagen… igual que yo.

Por eso tampoco podemos negar categóricamente que amarnos, en el sentido descrito, sea malo, pues después de todo, es parte de un mandamiento expresado por el mismo Señor Jesucristo, aunque cabe aclarar que es una especie de parche a causa del pecado, de nuestro ego. No obstante, podemos limitar los daños que dicho mandamiento, erróneamente interpretado, pueda hacer por medio de nuestra naturaleza pecaminosa.

Sólo a Dios la Gloria