martes, 7 de agosto de 2012

REVELACION DIVINA


                     "La adquisición de cualquier conocimiento es
                     siempre útil al intelecto, que sabrá descartar lo
                     malo y conservar lo bueno."

                                   Leonardo Da Vinci.


Dios quiere entrar en contacto con los hombres, desea entablar un diálogo con nosotros a fin de realizar la historia de la salvación, comunicándonos así su vida divina.

A esta iniciativa la llamamos Revelación, ya que por medio de ella Dios se nos ha manifestado, se nos ha abierto indicándonos quién es Él, y quiénes somos nosotros, y cuál es su plan y proyecto sobre toda la humanidad y la creación entera.

Esta revelación se lleva a cabo a través de obras y palabras íntimamente ligadas.

Por una parte las obras que Dios realiza en la historia manifiestan y confirman lo que las palabras anuncian; y a
su vez las palabras proclaman las obras y explican su sentido profundo.
Por ejemplo, Dios en el Antiguo Testamento (AT) no sólo anunció a los israelitas su proyecto de liberarlos de la esclavitud egipcia (Ex. 3), sino que también de hecho los
liberó y sacó de Egipto (Ex. 12-15).
En el Nuevo Testamento (NT), por ejemplo, Jesús multiplica los panes y luego se nos revela como el Pan de Vida explicando así el signo que había realizado (Jn. 6).
Declara también que Él es la resurrección y la vida, y de hecho resucita a Lázaro (Jn. 11).
De esta forma captamos mejor que Dios se revela a través de obras y palabras íntimamente ligadas.

Hemos visto cómo Dios se fue revelando paulatinamente, y cómo su revelación ha quedado consignada por escrito en los libros de la Biblia. Pero la Biblia no es un mensaje del pasado, sino que es una palabra viva y eficaz, más cortante que espada alguna de dos filos (Hebr. 4,12-13). Aunque fue escrita hace mucho tiempo, sin embargo su mensaje sigue siendo válido en nuestro tiempo ya que contiene la Palabra viva de Dios.
Por eso Dios sigue conversando hoy con su Esposa amada la Iglesia (DV n.8). Por eso también cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura, es Cristo mismo quien nos habla. 
El se hace presente en su Palabra.

Dios nos habla también a través de los acontecimientos de nuestra vida personal (alegrías, penas, enfermedades, éxitos, etc.), y de nuestra vida colectiva (campañas de
alfabetización, aumento de salarios y de precios, guerras, desempleo, etc.) y a través de los fenómenos de la naturaleza que afectan a la humanidad (terremotos, sequías, lluvia necesaria, etc.). Todos estos acontecimientos son palabra interpelante de Dios, palabra que exige una respuesta nuestra.
Muchos de ellos no son voluntad de Dios, pues son contrarios a su plan de salvación, o son parte de nuestra limitación y fragilidad, pero siempre son una palabra divina que nos pide una respuesta concreta. Por ejemplo, las injusticias en sus múltiples manifestaciones como son: el hambre, el desempleo y subempleo, la violación de los
derechos humanos, la reciente brecha entre ricos y pobres, etc. no son voluntad de Dios, pues son contarios a su plan de salvación –que todos seamos herman@s-, pero sí son
Palabra de Dios, en cuanto nos interpelan a no permanecer indiferentes y pasivos ante ellas, sino a denunciarlas y a luchar contra la raíz y las manifestaciones de esas injusticias.
La enfermedad, la muerte, etc., son parte de nuestra fragilidad y limitación, pero su proceso se acelera por unas estructuras injustas: falta de nutrición, vivienda, descanso,
recursos sanitarios adecuados, etc. son palabra de Dios en cuanto nos interpelan a luchar por la vida, por la dignidad humana, a enfrentarnos a esas situaciones, a quitar los
procesos que aceleran la enfermedad y la muerte, etc. en una palabra, todos los acontecimientos, positivos y negativos, leídos a la luz del Evangelio, nos dejan un
mensaje interpelante de Dios. Es la Palabra de Dios en los signos de los tiempos (Cfr. Mt.16, 1-4; Lc. 12, 54-56).

Dios también nos comunica su mensaje a través de nuestros semejantes. Aun cuando este aspecto de alguna forma está implícito en lo que hemos señalado anteriormente, preferimos ahora explicitarlo por razón de su importancia.
Las palabras, las actitudes, las carencias, la vida entera de nuestros hermanos, es una auténtica palabra del Señor, cuando sabemos discernirla a la luz del Evangelio, y somos capaces de salir de nuestro egoísmo para ir al encuentro del hermano, sobre todo el más necesitado e indefenso (Mt 25, 31-46; Lc. 10, 29-37).
“Se los aseguro: cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos tan pequeños, lo hicieron conmigo” (Mt. 25,40).
La palabra escrita en la Biblia, la palabra acontecida en la vida diaria y la palabra presente en el hermano, se interrelacionan mutuamente. La Biblia nos hace cuestionarnos nuestra vida: nuestros valores, nuestros criterios de juicio, nuestras actitudes, nuestra sociedad, nuestras estructuras económicas, ideológicas, políticas, etc. y a su vez los acontecimientos y los hermanos nos llevan a descubrir el mensaje que Dios, a la luz de la Biblia nos transmita a través de ellos.


Cuando alguien le habla a otra persona, siempre espera que se le preste atención,que se le escuche y que luego se le responda.
Así sucede con Dios que nos habla.
Espera nuestra respuesta de fe que abarca la totalidad de nuestras dimensiones y aspectos personales y comunitarios.
Solo así se instaura el verdadero diálogo de salvación. La Palabra de Dios, escrita y acontecida, no nos puede dejar neutrales e indiferentes: la aceptamos o la rechazamos.
Teniendo en cuenta esto podemos examinar las diversas actitudes que tomamos ante la Palabra de Dios.

No atender a la voz de Dios, como el pueblo que no quiso esuchar la voz de los profetas (Jer. 7, 23-28).

Escuchar la Palabra de Dios, pero no cumplir lo que allí se nos pide, como la gente que acudía en tropel a Ezequiel por simple curiosidad, lo escuchaban, pero no ponían en práctica el mensaje de Dios (Ez. 33, 30-33), o como el hijo que dice “sí”  a su padre, pero luego no cumple con su palabra (Mt. 21, 28-32).

Escuchar la Palabra y ponerla en práctica, como el hombre que edifica sobre buenos cimientos (Lc. 6, 47-49), o como María que es la Madre de Jesús, no solo porque lo
engendró a la vida, sino principalmente porque escucha y pone en práctica la Palabra de Dios (Lc. 8, 19-21; 11, 27-28).
Quien actúa así está difundiendo también la Palabra del Señor como lo realizaron los tesalonicenses con su ejemplo de acogida de esa palabra (1Tes. 1, 6-10; 2,13), o como lo hicieron los apóstoles quienes con gran libertad y valentía predicaron la Palabra del Señor (Hch. 4, 18-20. 29-31).









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Dios los bendiga