"En el majestuoso conjunto de la creacion,
nada hay que me conmueva tan
hondamente, que acaricie mi espiritu y dé
vuelo desusado a mi fantasia como la luz
apacible y desmayada de la luna."
Gustavo Adolfo Bécquer.
Todos los libros bíblicos utilizan narraciones llenas de imágenes,
símbolos, juegos de números y palabras, para transmitirnos el mensaje de la
Revelación. De manera especial lo hacen el Génesis y el Apocalipsis; aquellos
que quieren reflexionar sobre el misterio de nuestro origen y de nuestro destino
último (en definitiva, sobre el sentido de nuestra existencia). Nos acercaremos
brevemente a los dos primeros capítulos del Génesis para profundizar en esta
afirmación.
Génesis 1
narra de manera poética
y solemne la obra creadora de Dios. Durante siete días Dios «habla» y con la
fuerza de su Palabra todo llega a existir. Al principio, todo es desorden,
tinieblas. Pero Dios va realizando una compleja obra, que corresponde a un plan
perfectamente programado, para que del «caos» surja el «cosmos». Separa la luz
de las tinieblas, el cielo de la tierra, los mares de los continentes, crea los
distintos astros para iluminar el día y la noche, hace que surjan las plantas y
los animales según sus especies... Después de cada operación, Dios contempla su
obra y ve que es buena, que le ha salido bien. Como artista, se goza ante un
proyecto largamente deseado y, finalmente, realizado. Después de crear a los
seres humanos bendice su obra recién terminada y se alegra porque «era muy
buena». Por último, crea y bendice el «sábado»: el día del descanso, de la
contemplación, de la bendición, del gozo, de la comunión.
Génesis 2
presenta el mismo
argumento de manera distinta. Es una narración mucho más antigua, con un
lenguaje más popular, menos teológico, aunque no menos profundo. Habla de Dios
como de un artesano, un «alfarero» que hace las cosas con sus propias manos, que
se mancha con el barro, que cultiva un jardín, que pasea entre los árboles al
atardecer... El Salmo 8 dice: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado...». Nos habla de la obra de «los
dedos» de Dios, lo que hace una referencia más directa al contacto personal con
el barro, al trabajo minucioso para crear piezas únicas. Todo lo contrario de
las obras en serie. En la Escritura se utiliza muchas veces el verbo «modelar»
para hablar del obrar de Dios. Se llega incluso a afirmar que Dios «modeló la
luz». Así se indica que él se compromete con lo que hace, como el trabajador que
se esfuerza para que su obra le salga bien.
Después de modelar al ser humano, Dios se nos presenta como el primer
jardinero, ya que él mismo «planta un jardín». El jardín ocupa un lugar
simbólico en toda la historia de la humanidad, porque es la naturaleza
transformada por el hombre. El ser humano no puede sobrevivir en la selva, donde
no hay sendas por las que desplazarse, ni espacios que cultivar y los animales
salvajes suponen un peligro. Pero el jardín es la naturaleza «humanizada»,
imagen de nuestra propia vida, en la que la cultura y el espíritu transforman
los instintos. Pues bien, Dios mismo nos regala un jardín, un espacio a medida
humana, habitable, ameno, seguro. Con el pecado, el hombre se exiliará del
jardín y volverá a la selva, a los instintos, a la violencia, al mundo
animal.
«El Señor Dios plantó un huerto en Edén, y en él puso al hombre que
había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles
hermosos de ver y buenos para comer... De Edén salía un río que regaba el
huerto, y desde allí se dividía en cuatro. El primero se llama Pisón; es el que
bordea la región de Evilá. En él hay oro. El oro de esta región es finísimo; y
también hay allí resinas olorosas y piedras de ónice»
(Gen 2, 8ss). En este jardín de las maravillas que Dios nos regala,
deja su impronta. Aquí podemos descubrir claramente las ideas que vamos a
desarrollar:
La belleza.
Dios deja en sus obras
un rastro de su ser. Por eso, los árboles que crea son «bellos» y «buenos» y en
el jardín hay oro, piedras preciosas y perfumes. Todo ello nos produce
sensaciones profundamente gratificantes.
La ternura.
Dios no sólo crea lo
necesario para la alimentación. Nos manifiesta su ternura en la creación de
elementos totalmente innecesarios, como el oro, las gemas o el incienso, pero
que hacen la vida humana más agradable.
La gratuidad.
El hombre no puede
presentar ningún derecho ante su hacedor. La misma vida es un don. Y todo lo que
la acompaña, también. Además, Dios no da con medida, sino generosamente,
desbordando cualquier cálculo humano. No nos da una tierra cualquiera, sino un
jardín. No un río, sino cuatro. Incluso él mismo se hace compañero del hombre al
atardecer, a la hora de la brisa.
Estos elementos se repetirán en cada una de las intervenciones de
Dios a favor del pueblo o de los individuos. Coloca una túnica de piel sobre
Adán, que se siente desnudo y una señal sobre Caín, que se siente amenazado. No
sólo libera a Israel de la esclavitud, sino que lo enriquece con las joyas de
los egipcios. No sólo libra del hambre al pueblo en el desierto, sino que le
permite saciarse de codornices, etc. Un canto pascual de los israelitas nos
servirá para tomar conciencia de lo dicho: «¡Cuántos bienes nos ha dado el
Señor! Si sólo nos hubiera sacado de la esclavitud de Egipto, nos habría
bastado. Pero, además, nos ha regalado las riquezas de los egipcios. Si sólo nos
hubiera regalado las riquezas de los egipcios, nos habría bastado. Pero, además,
nos ha guiado por el desierto. Si sólo nos hubiera guiado por el desierto, nos
habría bastado. Pero, además, nos ha hecho cruzar a pie enjuto el mar
rojo...». A continuación se van nombrando otras gracias recibidas del Señor:
nos ha dado el maná, las codornices, el agua que manaba de la roca, ha hecho
alianza con nosotros, nos ha librado de los enemigos, nos ha dado la tierra,
etc. A Israel sólo le queda «dar gracias al Señor, porque es eterna su
misericordia» (Sal 136).
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Dios los bendiga