lunes, 6 de agosto de 2012

LA HUELLA DE DIOS

                     "En el majestuoso conjunto de la creacion,
                     nada hay que me conmueva tan
                     hondamente, que acaricie mi espiritu y dé
                     vuelo desusado a mi fantasia como la luz
                     apacible y desmayada de la luna."

                                       Gustavo Adolfo Bécquer.



Todos los libros bíblicos utilizan narraciones llenas de imágenes, símbolos, juegos de números y palabras, para transmitirnos el mensaje de la Revelación. De manera especial lo hacen el Génesis y el Apocalipsis; aquellos que quieren reflexionar sobre el misterio de nuestro origen y de nuestro destino último (en definitiva, sobre el sentido de nuestra existencia). Nos acercaremos brevemente a los dos primeros capítulos del Génesis para profundizar en esta afirmación.
Génesis 1
narra de manera poética y solemne la obra creadora de Dios. Durante siete días Dios «habla» y con la fuerza de su Palabra todo llega a existir. Al principio, todo es desorden, tinieblas. Pero Dios va realizando una compleja obra, que corresponde a un plan perfectamente programado, para que del «caos» surja el «cosmos». Separa la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, los mares de los continentes, crea los distintos astros para iluminar el día y la noche, hace que surjan las plantas y los animales según sus especies... Después de cada operación, Dios contempla su obra y ve que es buena, que le ha salido bien. Como artista, se goza ante un proyecto largamente deseado y, finalmente, realizado. Después de crear a los seres humanos bendice su obra recién terminada y se alegra porque «era muy buena». Por último, crea y bendice el «sábado»: el día del descanso, de la contemplación, de la bendición, del gozo, de la comunión.
Génesis 2
presenta el mismo argumento de manera distinta. Es una narración mucho más antigua, con un lenguaje más popular, menos teológico, aunque no menos profundo. Habla de Dios como de un artesano, un «alfarero» que hace las cosas con sus propias manos, que se mancha con el barro, que cultiva un jardín, que pasea entre los árboles al atardecer... El Salmo 8 dice: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado...». Nos habla de la obra de «los dedos» de Dios, lo que hace una referencia más directa al contacto personal con el barro, al trabajo minucioso para crear piezas únicas. Todo lo contrario de las obras en serie. En la Escritura se utiliza muchas veces el verbo «modelar» para hablar del obrar de Dios. Se llega incluso a afirmar que Dios «modeló la luz». Así se indica que él se compromete con lo que hace, como el trabajador que se esfuerza para que su obra le salga bien.
Después de modelar al ser humano, Dios se nos presenta como el primer jardinero, ya que él mismo «planta un jardín». El jardín ocupa un lugar simbólico en toda la historia de la humanidad, porque es la naturaleza transformada por el hombre. El ser humano no puede sobrevivir en la selva, donde no hay sendas por las que desplazarse, ni espacios que cultivar y los animales salvajes suponen un peligro. Pero el jardín es la naturaleza «humanizada», imagen de nuestra propia vida, en la que la cultura y el espíritu transforman los instintos. Pues bien, Dios mismo nos regala un jardín, un espacio a medida humana, habitable, ameno, seguro. Con el pecado, el hombre se exiliará del jardín y volverá a la selva, a los instintos, a la violencia, al mundo animal.
«El Señor Dios plantó un huerto en Edén, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer... De Edén salía un río que regaba el huerto, y desde allí se dividía en cuatro. El primero se llama Pisón; es el que bordea la región de Evilá. En él hay oro. El oro de esta región es finísimo; y también hay allí resinas olorosas y piedras de ónice»
(Gen 2, 8ss). En este jardín de las maravillas que Dios nos regala, deja su impronta. Aquí podemos descubrir claramente las ideas que vamos a desarrollar:
La belleza.
Dios deja en sus obras un rastro de su ser. Por eso, los árboles que crea son «bellos» y «buenos» y en el jardín hay oro, piedras preciosas y perfumes. Todo ello nos produce sensaciones profundamente gratificantes.
La ternura.
Dios no sólo crea lo necesario para la alimentación. Nos manifiesta su ternura en la creación de elementos totalmente innecesarios, como el oro, las gemas o el incienso, pero que hacen la vida humana más agradable.
La gratuidad.
El hombre no puede presentar ningún derecho ante su hacedor. La misma vida es un don. Y todo lo que la acompaña, también. Además, Dios no da con medida, sino generosamente, desbordando cualquier cálculo humano. No nos da una tierra cualquiera, sino un jardín. No un río, sino cuatro. Incluso él mismo se hace compañero del hombre al atardecer, a la hora de la brisa.
Estos elementos se repetirán en cada una de las intervenciones de Dios a favor del pueblo o de los individuos. Coloca una túnica de piel sobre Adán, que se siente desnudo y una señal sobre Caín, que se siente amenazado. No sólo libera a Israel de la esclavitud, sino que lo enriquece con las joyas de los egipcios. No sólo libra del hambre al pueblo en el desierto, sino que le permite saciarse de codornices, etc. Un canto pascual de los israelitas nos servirá para tomar conciencia de lo dicho: «¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor! Si sólo nos hubiera sacado de la esclavitud de Egipto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha regalado las riquezas de los egipcios. Si sólo nos hubiera regalado las riquezas de los egipcios, nos habría bastado. Pero, además, nos ha guiado por el desierto. Si sólo nos hubiera guiado por el desierto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha hecho cruzar a pie enjuto el mar rojo...». A continuación se van nombrando otras gracias recibidas del Señor: nos ha dado el maná, las codornices, el agua que manaba de la roca, ha hecho alianza con nosotros, nos ha librado de los enemigos, nos ha dado la tierra, etc. A Israel sólo le queda «dar gracias al Señor, porque es eterna su misericordia» (Sal 136).

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Dios los bendiga